Migrante, extranjera

Guadalupanos por el mundo

Hoy nuestra ruta nos lleva hasta Londres. Allí trabaja como enfermera Marta Mojarrieta. Aprovechando la Semana Santa viajó a Ceuta para compartir esos días con los albergados en el CETI.

Migrante, extranjera

Desde el principio, buscamos palabras que nos definan: yo soy baja, joven, habladora, inquieta. Con esto ya tenéis una mínima imagen de mí. Ahora puedo dar un paso más y decir: soy española, enfermera, heterosexual, cristiana. ¿Qué tal ahora? Ahora sí que os hacéis una idea de cómo soy. Estas nuevas palabras las he ido encontrando por el camino, fueron menos obvias, pero ahora me identifico con ellas, me las he apropiado.

Hace casi tres años, adopté nuevas palabras que también me identifican: migrante, extranjera.

Los migrantes nos entendemos porque existe una historia que no se puede contar, una historia que todos nosotros tenemos en común. Es la historia de un viaje, no el que hacemos al salir de casa, si no el que comienza cuando llegas a tu destino. Para mí este recorrido ha significado muchos sufrimientos e incomprensiones, y mucho crecimiento también.

Estás intentando mimetizarte para encajar en ese nuevo ambiente, y luego resulta que vuelves a España, a ver a tu familia y amigos, a tu lugar de siempre, y tampoco encajas. Cambias hábitos, de pronto te molesta que la gente hable alto, o que no te sonrían por todo. Luego vuelves, y te recuerdan que siempre serás “el español”. Porque el problema es que cuando vas a España ellos hablan demasiado alto, y cuando vuelves tú eres el que está gritando cuando habla.

De pronto las palabras que me identificaban se difuminan y ya solo soy extranjera, extraña en todos lados. Nos convertimos en personas que relativizan todo lo que viven y desarrollan un desenfadado desapego por lo material y las relaciones. Otro mecanismo de adaptación. Y funciona: consigues generar una valla que te protege.

Es en este momento de mi recorrido como migrante cuando conozco Elín.

Elín es una asociación que acoge, acompaña y orienta a los migrantes que, huyendo de sus lugares de origen, llegan a España. Tienen presencia en Ceuta, Sevilla, Jaén y Madrid. También organizan encuentros personales para favorecer la integración, la convivencia y las relaciones interculturales.

Coincidiendo con la Semana Santa de este año, Elín promovió uno de estos encuentros entre albergados en el CETI de Ceuta y voluntarios, permitiéndonos vivir la Pascua desde la mirada de los perseguidos por intentar mejorar sus condiciones de vida.

Al tomar contacto con el grupo, mi cuerpo parece percibir que voy a toparme con una realidad distinta, y reacciona levantando todas las vallas protectoras creadas durante este tiempo como extranjera. Es así como comienzo a relacionarme.

Pero no es tarea fácil: el jueves santo es el día del amor fraterno y Jesús nos invita a amar sin medida, incondicionalmente. Nos lavamos las manos los unos a los otros, compartimos ratos de abrazos, de risas, bailes, de historias increíbles. Nos miramos y nos tratamos de tú a tú, de igual a igual. Aquí ya no hay extranjeros ni migrantes, somos todos hermanos compartiendo un momento, comenzando una amistad. La alegría, la fuerza y la esperanza de estos chicos que cruzaron hace un mes la valla de Ceuta persiguiendo sus sueños me pone los pelos de punta. Se pueden apreciar en sus cuerpos las heridas que el camino les ha dejado.

A su lado, me siento frágil y superflua: el camino que ellos han recorrido y las dificultades que han tenido que sobrepasar son mucho mayores que las mías, y sin embargo su confianza, su facilidad para creer en la bondad de las personas es increíble. Mientras yo me he construido barreras para protegerme por tener que adaptarme en el extranjero, ellos se arman con su mejor sonrisa para crear lazos y abrirse a las personas nuevas, de ahí sacan su fuerza y perseverancia.

Por la noche hacemos un recorrido por la carretera y observamos desde arriba de la montaña la valla que tantos han saltado y que tantos otros han intentado saltar. Ahí arriba solo se escucha el viento que sisea y los ladridos de los perros, que nos cortan el aliento; todos tenemos el corazón en un puño. Es el momento del huerto de los olivos, pero en vez de velar el sufrimiento del Jesús de hace 20 siglos, leemos el testimonio de un migrante en el 2012. Frente a nosotros, la experiencia de odio y horror de estas personas que hemos conocido hoy. Terminamos rezando un Padre Nuestro tomados de las manos. Rezarlo en este lugar cobra un nuevo sentido.

¿De quién es la culpa? Miguel dice creer que el mal no existe, sino la ausencia de bien. Dice que la clave para que el mundo avance es la humildad. Es la que nutrirá la empatía y nos hará sentirnos más cerca del otro.

El viernes santo hacemos un vía crucis que nos lleva al CETI y acabamos en la playa del Tarajal, donde el mar se ha tragado tanta gente, en alguna ocasión por la crueldad de los encargados de mantener esa valla gigantesca entre el Norte y el Sur. En el camino vamos hablando, y los chicos nos cuentan con más detalle sus historias. Es espeluznante lo palpable que se hace la violencia, la violación de los derechos humanos, cuando alguien que lo ha sufrido te lo cuenta de una manera tan clara.

El sábado cruzamos la frontera y anduvimos el camino hasta el bosque en silencio. Este bosque es donde se esconden los migrantes, como fugitivos, de la policía marroquí. Si les encuentran, les roban el dinero, el pasaporte, los teléfonos móviles y les maltratan buscando que el miedo les haga abandonar. En estos bosques no tienen atención médica, ni forma de comunicación. Nosotros nos situamos en lo alto de este monte, sin poder bajar a tenderles una mano porque estamos rodeados de policía secreta.

Aquí reflexionamos sobre qué nos llevamos de estos días y cuál es el siguiente paso en nuestra vida.

Cuando en tu viaje encuentras personas que han dejado atrás las vallas y están al otro lado tal y como son, compartes lo que eres sin más; sus ojos te desarman, y te das cuenta de que al final estas palabras que buscamos para definirnos no son más que etiquetas que ponemos y nos ponemos. Puede que nos hagan sentirnos seguros, puede que nos ayuden a identificarnos y a identificar a los otros, pero después de todo, solo nos separan de la verdad: que todos somos iguales.

Marta Mojarrieta.